Era
nuestro primer día en Cartagena de Indias. Un viaje que junto a Henry decidí
hacer a la ciudad amurallada, la ciudad soñada por cualquier mochilero. Había
llegado el día, nos tocaba salir desde el Aeropuerto Internacional de la
Chinita en Maracaibo. Todavía la frontera para llegar a Colombia por vía
terrestre desde Venezuela sigue cerrada y como no queríamos vivir el drama de
pagar por un dólar casi 900 bolívares, decidimos irnos en un vuelo que sale
directo desde la ciudad del sol amada hasta la ciudad amurallada del Caribe, para
así hacer uso de los dólares asiganados por Cadivi, el
karma de todo venezolano.
Llegamos al aeropuerto a eso de las 3 de la tarde, nuestro vuelo
salía a las 6. En el aeropuerto de Maracaibo confirmé que nuestro país, o por
lo menos la seguridad de la mano de la Guardia Nacional no está preparada para
recibir o dejar existir a turistas mochileros. Es muy triste confirmarlo y
darse cuenta, pero es la realidad.
Solo por llevar mi mochila, supongo, al pasar el control de rayos
X, un guardia venezolano me pidió que sacara todo lo que llevaba en ella,
absolutamente todo. Yo le pregunto si es
totalmente necesario hacerlo porque no quería sacar lo que me había tomado dos
días armar y colocarlo luego dentro de manera que me cerrara nuevamente. Me
respondió que sí, que era totalmente necesario.
En el proceso de sacar todo me preguntaba cosas como para que es
tu olla, como funciona esta hornilla, porqué viajas a Colombia, qué haces con
tu vida. En ese mismo instante recordé que estos hombres con armas que creen
que porque tienen un uniforme son más venezolanos que un civil, le temen muy cobardemente
a quien tenga una cámara y escriba algo que lean los demás. Sin miedo y muy
firmemente le dije “oficial yo viajo porque documento lo que hago en una página
web, soy blogger de viajes y tomo fotografías” al decirle eso su cara cambió,
en realidad no sé si logró entender qué es ser un blogger, pero lo que sé es
que pudo pensar que era periodista y su actitud cambió totalmente. No dejó de revisar
nada de lo que estaba dentro pero dejó de preguntarme cosas. Él, sin verme a la
cara, terminó de revisar cada centímetro de mi bolso, abrió y cerró todos los
bolsillos y revisó la comida que llevaba para mis días de camping. En todo ese
proceso, ya Henry se estaba preocupando y le dijo al guardia “oficial, ¿todo bien?” en lo que
respondió, sí, ya puede pasar adelante.
Con esto que me sucedió, sigo
haciendo énfasis en que un viajero, sea venezolano o extranjero, no debe ser
tratado de esta manera. Muchos de quienes viajan dentro de Venezuela dicen que es
un paraíso pero le temen al abuso de poder que existe, a los controles burdos y
a la revisión exhaustiva que se hace a las cosas que cada uno lleva encima.
Esto tiene que acabarse.
Nos registramos en la aerolínea y pasamos a la sala de embarque a
esperar nuestro vuelo a la ciudad amurallada de la costa Caribe colombiana.
Empezaba a atardecer y nuestro avión ya había llegado. De repente oímos por el
parlante: “los pasajeros del vuelo a Cartagena por favor hacer una fila en la
puerta 2”. Eso hicimos, entramos al avión y al lado nuestro se sentó una chica a
quien en sus ojos se podían ver lágrimas. Hablamos con ella, me recuerdo que
con su voz quebrantada respondió “Jessika”, le preguntamos el por qué de su
viaje a Colombia y nos respondió lo que yo pensé desde el primer momento en que
la vi. Su respuesta fue un puñal a mi corazón. Nosotros acababamos de pasar por
migración hacían dos horas y ya había visto a una pareja llorar juntos. Sabía
que ellos se estaban yendo del país, a buscar nuevas y mejores oportunidades
que este país, mi tierra, la que tanto amo, no les había podido dar. Jessika
nos dijo que se estaba yendo porque quería vivir mejor pero que amaba su país,
que le dolió haber dejado a su mamá llorando en las puertas de Maiquetía. Mi
único consuelo fue entenderla y decirle que todo iba a estar bien, que estaba
yendo a un país que queda muy cerca del nuestro y podría venir cuando quisiera.
Ella asintió con lágrimas corriendo por sus mejillas y amor por su país en su mirada.
Hablamos un rato y el vuelo a Cartagena ya había despegado sin darnos cuenta.
El vuelo tenía 35 pasajeros a bordo, estaba casi vació el avión y gracias a eso
Henry y yo pudimos movernos y ver por la ventanilla que quisiéramos.
Mi gran sueño era poder ver desde las alturas la gran Sierra que
queda a 30 kilómetros de la costa colombiana, la Sierra Nevada de Santa Marta,
con sus dos grandes picos nevados y con glaciares inmensos, El Cristóbal Colón
y Simón Bolívar, siendo el primero el pico más alto de Colombia y el quinto más
prominente del mundo. Yo no tenía tantas esperanzas, desde la ventanilla del
avión solamente podía ver nubes que se volvían un horizonte blanco. Viendo al infinito,
a ese lugar lejano que no sabría decir qué cielo estaba dibujando, apareció una
cadena de montañas, se veían sus picos blanquísimos. Mi reacción fue decir “¡Henry!
¡Es la Sierra Nevada de Santa Marta! ¡Está allí, mira qué impresionante es!” Henry
no paraba de tomar fotografías a través del vidrio de la ventanilla, él sabía
que era un momento que es poco probable repetirlo de nuevo. Yo veía y atónitos
mis ojos seguían los surcos de esas elevaciones tan altas. Tomé unas cuantas
fotos pero lo que quería era observar hasta que el avión desplazara la vista.
Fue increíble. Apenas había comenzado el viaje y ya estaba siendo cargado de
emociones. Unas tristes y otras muy alegres.
Mi alegría era saber que ya casi estaba llegando a la ciudad colonial de América, la que está protegida por una muralla y tiene calles con casas de ventanales floreados de todos los matices de colores.
La Sierra desde mi ventanilla |
Mi alegría era saber que ya casi estaba llegando a la ciudad colonial de América, la que está protegida por una muralla y tiene calles con casas de ventanales floreados de todos los matices de colores.
En un instante oímos: “Señores pasajeros en pocos minutos
estaremos arribando al aeropuerto Rafael Núñez de la ciudad de Cartagena” fueron
esos minutos de alocución de la aeromoza que me pusieron aun más feliz, pero
fue allí cuando me volvió una preocupación que traía por dentro y era la de
saber que no teníamos ningún hostal reservado para esa noche en Cartagena de
Indias. En mi libretica de viajes yo había anotado varios nombres de hostales y
sus direcciones solamente con puntos de referencia. Al bajarnos del avión y
entrar a migración nos dicen que debemos decir dónde nos vamos a hospedar en la
ciudad y su dirección. Pasamos junto al oficial de migración y con voz de
seguridad dije el nombre de un hostal que ni en mis sueños sabía donde quedaba
ni cómo era. Nos registró en su computadora y nos dijo con una sonrisa “bienvenidos
a la República de Colombia”.
Estaba más tranquilo, sabía que los autobuses hacia el centro
trabajaban hasta las 10 de la noche y llevábamos unos cuantos pesos en los
bolsillos.
Salimos del aeropuerto que llama la atención por su modernidad y
cruzamos la avenida para tomar un bus hacia el centro histórico para ir
directamente al Barrio Getsemaní, donde están la mayoría de los hostales, donde
la gente es feliz y donde está la Plaza La Trinidad, un lugar de encuentro,
donde Henry y yo concordamos en colocarle un nombre a ese barrio. Le llamamos “la
tierra de nadie”, donde todo el mundo es libre, donde la única regla es tener
una sonrisa y reír a carcajadas porque al fin y al cabo quien esté allí sabe
que está en una aventura, empezando, en el intermedio o finalizando un viaje,
es el lugar donde los artistas se lucen y muestran sus cualidades. Es un lugar
de fiesta.
El bus tardó una hora en llegar al centro de Cartagena,
específicamente a la Plaza de la India Catalina, cerca de Getsemaní. Al
bajarnos comenzamos a preguntar cómo llegar al barrio, empezaba nuestra
búsqueda de algún hostal, donde pudiéramos aunque sea dejar las mochilas e
irnos a conocer la ciudad amurallada de noche.
Entramos a la calle principal de Getsemaní, llena de luces, de
turistas extranjeros y sobretodo de vida. Empezamos a preguntar en todos los
hostales que veíamos si tenían habitación o cama compartida y nada, hasta a uno
le preguntamos si nos dejaba colocar los sleepings en algún pasillo e igual le
pagábamos pero la respuesta fue negativa. Seguíamos caminando mientras por mi
mente solo me imaginaba a Henry y a mí durmiendo en una plaza o en algún lugar
de Cartagena. Mientras caminábamos subiendo hacia la Plaza La Trinidad, un
señor flaco nos dice “¿andan buscando donde pasar la noche?, yo puedo ayudarlos”
Henry le dice que sí, que necesitábamos encontrar algún hostal pero que todos
estaban llenos. Él nos respondía “tranquilos que yo los ayudo”. No sé decir
ahorita cuántas calles de Getsemaní recorrimos con ese señor llamado Nelson pero
lo que sé es que estábamos agotados de llevar su ritmo con una mochila de 18
Kgs en la espalda.
Llegamos a una casa blanca con ventanales grandes, él tocaba la
puerta y llamaba a un tal “pirata”. Al
final se dio cuenta que ya la puerta estaba abierta. Él nos dijo que
entráramos. Yo tenía algo de miedo pero Henry tenía mucho más. Yo entré y no había
luz, subimos unas escaleras y me presenta al pirata, un personaje algo viejo y
desgastado, con un parche pirata en su ojo izquierdo. Nelson le decía que no habíamos
encontrado donde quedarnos, que nos pusiera algún precio por dejar quedarnos
allí. Él sacando cuentas, nos dejó una noche para dos personas sin ninguna comodidad,
solamente la de saber que pasaríamos la noche bajo un techo, en poco menos de
tres dólares por cada uno. En verdad fue bastante barato. Lo único es que no
sabíamos si confiar en quedarnos allí, pero no teníamos escapatoria. Era
aceptar o pasar la noche en la calle. Aceptamos. Mientras le pagábamos nos
decía, aquí se pueden quedar los dos en un colchón que no tiene sábanas y les
voy a buscar un tobo para que orinen cuando se despierten porque aquí no hay
baño. Mientras decía eso ya me imaginaba haciendo eso en la mañana. Lo que hizo
que al salir de allí a conocer la ciudad lo primero que haría sería tomar poco
agua y orinar antes de volver esa noche a la casa de ese tal pirata.
No podía creer todo lo que había pasado en menos de cuatro horas:
Un guardia me había revisado porque pensaba que era traficante de alguna droga,
veo a una chica llorar por dejar Venezuela, pude observar la Sierra Nevada de
Santa Marta desde un avión y ahora estaba en casa de un colombiano que le dicen
el pirata por faltarle un ojo. Ya sentía que estaba en Cartagena, esa ciudad
que fue atacada en el siglo XVII por piratas que yo creía ya no existían y sí,
estaba en la casa de uno de ellos.
Una foto con el pirata |
Dejamos las cosas en casa del pirata, al lado de nuestro colchón
que parecía muy viejo y nos fuimos a conocer la ciudad amurallada de noche.
Primero pasamos por la Plaza La Trinidad, llena de alegría, era en
ese momento un lugar de celebración. Ví una especie de bailoterapia y muchos
turistas europeos bailando y viviendo su sueño tropical. Pasaron de estar en
sus países, donde la gente es más seria y reservada a estar bailando en una
plaza de Colombia cumbia, salsa y reguetón. Me sentía feliz por saber que
empezaba un viaje que estaría lleno de momentos únicos, de canciones, bailes,
lugares, personas, momentos que marcarían mi vida. A los alrededores de la
plaza hay barcitos, hostales, mercaditos, licorerías y discotecas. Es un lugar
de pura rumba, como decimos en Venezuela.
Nos fuimos caminando a la
ciudad amurallada por un boulevard iluminado que llega hasta una avenida donde
se abre la vista hacia la muralla inmensa que te remonta a tiempos de la
colonia.
Al final del Boulevard está la famosa torre del reloj, con tres
puertas que en tiempos cuando la ciudad era atacada por piratas, una servía de
entrada única a la muralla y las dos laterales servían de armería o depósito de
armas.
Esa noche la pasamos caminando y trasladándonos a tiempos lejanos,
con el sonido de las herraduras de los caballos sobre el suelo y de las
carretas rodando, seguimos caminando rodeados de turistas emocionados viendo
hacia todos los detalles, fotografiando y viviendo las vacaciones de sus sueños
en el Caribe colombiano.
La iglesia dentro de la muralla |
Esa noche regresamos a eso de la una de la madrugada a casa del
pirata quien nos había advertido que estaría allí durmiendo hasta las 4am y que
si regresábamos antes gritáramos su apodo y él nos abriría la puerta de su
casa. Llegamos y eso hicimos, gritamos como diez veces y no salía. Ya estábamos
empezando a preocuparnos, en lo que llegó Nelson medio ebrio y gritó tan fuerte
que el pirata salió enseguida. Subimos y nos dimos cuenta que el colchón tenía una
capa de sucio y humedad por lo que colocamos nuestros sleeping para poder
dormir bien.
Dormimos prometiendo salir apenas alumbrara el sol para ir en búsqueda
de algún hostal donde no fuese una incomodidad pasar la noche. Terminaba ese
día, agitado, con expectativas superadas, con nuevas experiencias que nos
harían ser felices porque de eso se trata un
viaje, de no preocuparte mucho, dejar que todo fluya y ser feliz.
1 comentario:
Saludos, debes seguir compartiendo las experiencias de tu viaje.
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