24 febrero, 2015

Mi primera vez en el piedemonte andino

  Ya creo que es costumbre ir al terminal y tener problemas con los autobuses. El autobús con destino a Barinas donde nos montamos nunca arrancó, entre peleas y discusiones de los choferes nos terminaron cambiando a otra desgastada y vieja unidad. Tenía una especie de aire que nos lo vendieron como "acondicionado" pero yo sabía que si abría la ventanilla iba a entrar más aire fresco del que salía por esas rejillas. El viaje se nos hizo largo y largo respirando ese aire sofocante, pero como de todo sale un aprendizaje, el de esta vez fue que para la próxima vez no nos vamos a dejar vender boletos de autobús por los desesperados despachadores de pasajeros que buscan llenar su autobús. Lo mejor es preguntar en todos los andenes posibles por los buses que salgan al lugar que quieres ir, así ellos te persigan y ni te dejen respirar. 




   ¿Pero por qué iba a Barinas? Eduardo a quien conocí hace ya varios meses luego de que viera por mi Instagram que iría al Roraima, contactó a Isis, una senderista que vive en Barinas y que tiene un grupo inmenso con el que se recorre todo el piedemonte andino. Habló con ella semanas antes y cuadró todo. Ella nos trató de encontrar una posada barata en la ciudad de Barinas pero ya cuando estábamos con César en el terminal de Valencia, él nos dijo que tenía amigos allá y los llamaría a ver si nos dejaban quedar en su casa, llamó y le dijeron que si. ¡Ese momento fue único! Saber que íbamos a Barinas a caminar entre montañas y ríos y de paso íbamos a tener donde dormir sin pagar un céntimo fue un alivio. 



   En el autobús oloroso a gasolina y con el aire que sofocaba, Eduardo, César y yo salimos del terminal de Valencia. Pasamos el Campo el Campo de Carabobo y cuando estábamos por Tinaco se le ha espichado un caucho al pobre autobús. Tuvimos que esperar más de treinta minutos en un taller del pueblo hasta que lo cambiaron y seguimos. 

   Después de siete horas de viaje a las siete de la noche llegamos por fin a Barinas donde Isis nos estaba esperando para llevarnos a un lugar que no sabíamos. Nos estaba escribiendo por mensajes al celular de Eduardo, nos dijo que estaría fuera esperándonos con las luces intermitentes de su carro prendidas y así fue. Estaba con su prima Ariana y ambas, que ninguno de los tres conocía en persona, nos saludaron y comenzaron a hacernos preguntas sobre como había sido el viaje, que si estábamos preparados para la nueva aventura o que si ya habíamos comido. Después de esperar un buen rato por alguien que no sabíamos quién era, Isis decidió llevarnos a la casa de ese personaje. 

   Llegamos a la casa de Albania, ella nos recibió como si fuésemos de su familia. Hablamos de cuánto tiempo llevaban haciendo senderismo por el piedemonte barinés y al fin de toda esta conversación y con su perra Nala dando vueltas y saltos alrededor de nosotros, nos invitó a comer arepas en su casa que ella misma nos prepararía. ¡Qué increíble! No podía creer todo lo que estaba sucediendo, ¿ aquien se le iba a ocurrir que a tres chamos extraños que uno de ellos había contactado a una de esas chicas senderistas por instagram iban a invitarlos a comer así tan rapido y en su casa? Con todo esto queda demostrado que los venezolanos somos personas que amamos servir a los demás. Esa noche en Barinas, tres chamas, Arianna, Isis y Albania,  nos estaban dando una lección de vida sin nosotros saberlo. Esa lección fue la solidaridad y el servicio a los demás. Si no hubiese sido por ellas quizás no podría decir que fui a recorrer el piedemonte barinés.

   Después de esa cena que incluía arepas fritas con queso rallado y refresco de avena, salimos hasta la casa de Stephanie, una amiga de César, donde nos quedaríamos a dormir. Nos recibió su abuela Elda como si fuésemos sus nietos, nos bañamos y luego hablamos un rato con ella que nos contaba sus historias cuando visitó el Hato El Cedral en Apure y veía cómo alimentaban a los caimanes gigantes  o la escena cuando agarraban por la cabeza a una anaconda. La dulce Elda nos contó también de sus aventuras por La Gran Sabana cuando recorría "todos esos barrancos" y se bañaba en cuantos ríos viera. Algo que siempre debes tener en mente es aprender de cualquier persona, oírla y razonar cada palabra que dice y más aún cuando se trata de una persona que ha vivido muchos años y sabe con propiedad lo que es la vida.

   Ya muy de noche llegó Stephanie con su novio Ayrton y fuimos a recorrer la ciudad de Barinas. Pude ver como esta era una ciudad grande, con muchas avenidas amplias y un montón de lugares para comer. Una cosa que me impresionó muchísimo fue que en cada esquina a cada ciertos metros tienen contenedores para colocar las bolsas de basura por lo que esta ciudad nos recibió limpísima.

   Después del recorrido llegamos a la casa de la señora Elda y luego de un día largo al fin nos acostamos a dormir y mientras los demás ya estaban dormidos  yo seguí escribiendo todo lo que nos había sucedido en el día: el trágico viaje en autobús, el recibimiento que nos dio Isis junto Ariana y Albania, la conversación que tuvimos con la señora Elda y el city tour que Ayrton y Stephanie nos dieron por Barinas.

   Me acosté pensando en que era lo que nos esperaba al día siguiente porque Isis no nos quería revelar la ruta por el piedemonte, ella quería que se mantuviese en secreto para que fuese una sorpresa y así fue como pasó. Hasta el último momento no supimos nada.

   Era día sábado y todos pusimos la alarma a las cinco de la mañana, el que se levantó fue Eduardo mientras yo lo que hacía era posponer la alarma. Albania había despertado a Eduardo diciéndole que a las 5 y media iba a estar en la puerta de la casa para arrancar.

   Llegó puntual y arrancamos, a mí no me dio tiempo de terminar de ver que era lo que llevaba. Me acuerdo que metí trescientos bolívares, un atún, una toalla, un short para bañarme, protector solar y agua. Nada más.

   Nos montamos en la camioneta de Albania más dormidos que despiertos y conocimos a Nurquia y la famosa Margarita. Arrancamos y nos fuimos a una bomba que queda en la salida de Barinas, allí conocimos a los demás del grupo y nos encontramos con Isis y Ariana que nos habían preparado unas arepas.

   Estábamos en un puesto de empanadas y veía como ya tan temprano la gente trabajaba, hablé con José dueño de un quiosco de empanadas y me dijo todo lo que les cuesta comprar los ingredientes para prepararlas. Hace 46 años se vino de Colombia y trabajaba en Barinas. Estaba decepcionado de cómo ha cambiado el país en tan poco tiempo.

El quiosquito de José

    Luego de comernos las arepas y hablar un rato con los dueños de los quioscos nos fuimos. Allí nos revelaron nuestro destino: el pueblo de Calderas. Para llegar hasta allá tienes que entrar a la carretera trasandina que lleva hasta Mérida y a unos pocos kilómetros se encuentra el desvío hacia Altamira de Cáceres que es un pueblito más pequeño que Calderas que tiene sus casas pintadas y a las 6 y media de la mañana solo vi un alma en ese pueblo.

El pueblo de Calderas íngrimo y solo
Comenzando a subir
   Por una selva nublada llegamos hasta Calderas para empezar nuestra travesía. Por una subida de cemento bien jodida llegamos hasta unas colinas que dejaban ver el comienzo o el final –como lo quieras ver- de la Cordillera de los Andes. Unos senderos llenos de pinos y cafetales nos llevaron hasta una casita donde vive Andrea con su hijo José Gerardo. Tienen un patio con un becerro y mientras ellos salían les pregunté si tenían café hecho. José respondió: -Vasié’ venga pa’ que pruebe el mejor café- y yo le respondí: -Vamos a ver si es verdad-. Nos sirvieron dos tazas para tres personas y de verdad no había probado café tan fuerte y dulce que el que en esa casa me dieron. Le agradecí mucho a Andrea por haber hecho el café y a José por brindárnoslo. Le dije a los dos que nos tomáramos una foto y José no quiso salir, se quedó en la puerta viendo como nos tomamos la foto con su mamá. Nos despedimos y seguimos porque los demás ya nos habían picado adelante.

La casita de Andrea y José Gerardo
Con Andrea
Piedemonte andino



   Pasamos un lindero y entramos a una selva nublada donde pasan varios riachuelos. Veía como esas montañas verdes me decían que era uno de los lugares más vírgenes del país, pudimos darnos cuenta porque ni un papel en el piso encontramos en el camino. Muy poca gente sabe de estos lugares y si van a ir lo que les pido es que cuiden este lugar, llévense toda su basura y hablen con la gente.

Un árbol inmenso


   Después de caminar un poco vimos que se acababa el camino y había unas escaleras montaña abajo, de unos cuarenta metros de altura. Bajé de último porque quería esperar a los que se habían quedado atrás pero como tardaron mucho, decidí bajar. Tenía un poco de miedo porque ante cualquier paso en falso, la muerte era segura. Guardé mi cámara en mi bolso para tener las manos libres y agarrarme durísimo de los pasamanos que tenía esa escalera. Después de un rato llegue abajo. Era un lugar único, la selva tupida ya estaba sobre nosotros. Nos pasaba un rio de aguas congeladas por un lado y lo que nos faltaba hacer era llegar al pozo pequeño que estaba hacia arriba.

Antes de bajar las escaleras

Las escaleras desde abajo


   Llegamos al pozo y era un agua que le faltaba poquito para estar congelada, los pies los dejé de sentir cuando la toqué y pasaron casi como veinte minutos para que yo pudiese meterme completo. Después de un rato decidimos que íbamos a comer. Isis y Ariana nos habían dicho que no lleváramos nada, teníamos pensado comprar algo en Barinas pero por la hora no pudimos y ellas nos insistían que ellas iban a preparar bastante comida y que de allí podíamos comer nosotros.

El río que baja del pozo

El pozo helado...vean mi cara


   En ese momento que compartimos todos juntos el almuerzo fue muy emotivo. Ver como personas que no teníamos ni veinticuatro horas de haber conocido compartían su comida con nosotros me hizo pensar mucho. Fue otra lección de vida.

   Después de comer seguimos caminando y cada vez más se volvía más densa la selva, hubo un momento que hasta tuvimos que subir unas escaleras de madera que alguien había hecho para ayudar a quienes pasaran por allí, caminamos y caminamos hasta que terminaba el camino y había una cerca de alambres de púas. Lo saltamos como pudimos y empezamos a caminar colina abajo. Ya la selva comenzaba a desaparecer. Bajamos y bajamos y nos encontramos con otro lindero que tuvimos que saltar y otros atravesar. Luego de allí vimos cómo aparecía una casita de colores verdes y fucsia y más atrás estaba un potrero. En el potrero yo me fui a ver que era, si tenía animales o si estaba alguien trabajando. Llegue y me encuentro con cuatro becerros que se trataban de esconder. Estaban asustados. Yo muy pocas veces en mi vida había interactuado con esta especie animal y lo primero que se me ocurrió fue llamar a un becerrito que se escondía detrás de una columna. Le dije “Ven papá” pensando que no iba a hacer nada ante tal llamado. Para sorpresa mía, el becerro se acercó y empezó a observarme. Yo saco mi cámara y empiezo a tomarle fotos mientras el sacaba la lengua pensando que era algo que podría alimentarlo. Detrás de él vinieron los demás y trataron de hacer lo mismo pero yo me tuve que ir. Me despedí de ellos imaginando que entendían y bajé hacia la casita donde ya estaban los demás.

El becerrito con el que hablé


   Bajé y me enteré después que vi un letrero, que la casita era una mucuposada. Una mucuposada es una posada donde los huéspedes conviven dentro de la casa de los dueños. Es decir, es una especie de couchsurfing pago pero muy económico, allí pagas un precio por persona y ese precio incluye desayuno, almuerzo y cena.

Los Alcaravanes


   Hablamos con la dueña de la posada, la señora Eugenia y su hijo Carlos y nos contaron como es de tranquila la vida por esas montañas llenas de cafetales. Ellos allí cultivan el café y la Fundación Andes Tropicales lo empaqueta y distribuye con el nombre de “Café del Bosque”. Ellos orgullosos de su café nos dieron a todos una taza. Tenía un sabor único. Yo no paraba de preguntarles incrédulo por tal sabor si le colocaban algo más aparte del café, respondieron tantas veces como le pregunté: “no, a eso solo lo ponemos a secar, le quitamos la concha y lo molemos, no tiene nada más”. Yo quedé marcado por ese sabor y olor tan único. En mi vida había probado algo parecido.

El patio de la mucuposada

Un puente


   En esa posada estaba Diva, una niña que fue la alegría de estar allí en ese momento. Le dije que si quería una foto conmigo y que “pelara los dientes”. Ella aceptó y nos tomamos la foto que prometí imprimírsela y dársela cuando vuelva para quedarme en la Mucuposada Los Alcaravanes.

Diva y yo pelando los dientes


   Nos despedimos y partimos mientras Eugenia, Carlos y Diva nos veían bajar y una bandada de alcaravanes pasaba sobre nuestras cabezas. Mi mayor deseo era quedarme allí un año, dos o los que fuesen necesarios para darme cuenta de lo sencilla que es la vida fuera de la ciudad, sin preocupaciones y viviendo de lo esencial.

   Caminamos y comenzamos a bajar por una carretera de tierra, hasta que vimos una casita donde la grama estaba muy cuidada y había un banquito. Muchos se acercaron porque había un perro que parecía como que nos estaba llamando y también porque querían descansar en el banquito de madera que daba hacia una casita llena de matas.

   Entre las plantas pude ver como una señora las regaba, estaba impaciente por saber quiénes éramos. Yo entré y la saludé como si tuviese toda una vida conociéndola. Ella feliz colocó la regadera en el piso y se quitó los guantes de jardinería que llevaba puestos. Se veía muy contenta, me dijo: -buenos días hijo pase adelante y discúlpeme que esté así de sucia, esta es su casa-, mientras sacaba unas sillas para que nos sentáramos.

 

   Pasamos adelante como ella nos pidió. Su casita sencilla construida con bahareque y caña brava dejaba ver su cocina, un fogón de leña prendido mientras por las grietas de las paredes el resplandor iluminaba los restos de hollín que se desprendían dejando ese olor tan único. Pasamos hasta los cuartos donde uno de sus nietos dormía rodeado de paredes llenas de afiches de equipos de futbol de todo el mundo. La señora María, vive en el sector Agua Blanca de Calderas, ella cultiva tomate, cebollín, plátano, maíz y café. Nos llevó de nuevo, sin apuros, hasta la entrada de su casa donde se despidió diciendo: -Los estaré esperando, esta es su casa y aquí siempre estamos a la orden- mientras abrazaba a su nieto Rodolfo que acababa de llegar.


María junto a su nieto Rodolfo

Pasión por el fútbol sobre paredes de bahareque


 

   Esta es la forma en que veo mi país, averiguándole la vida a las personas que me encuentro en el camino mientras viajo. Esto logra hacer que me dé cuenta de muchísimas cosas que día a día ignoro, de lo grande que puede ser el corazón de una persona, de saber que el rencor es cosa que no existe cuando nos metemos en lugares como estos.

 

   Pensando y pensando cada vez más, me despedía de María y Rodolfo. Lo que pensaba era que quiero vivir así. Quiero vivir viajando y hablando con la gente, quiero saber más sobre la cultura, lo que hacen día a día, en qué trabajan, qué comen en cualquier parte de mi país y del mundo. Mi amor por lo que implica la venezolanidad creció en esos veinte minutos que estuvimos en casa de María.

 

   Seguimos bajando y nos encontrábamos con más casitas que vendían helados artesanales. En la primera casita que nos paramos, vendían de chocolate que sabía demasiado bien pero por alguna extraña razón era marrón al principio y a medida que te lo comías se volvía como verde. Me lo termine comiendo como un niño, hasta la última gota.

 

   Fuimos cuesta abajo y nosotros aun seguíamos sin saber a dónde nos llevaban. Mientras bajábamos empezamos a escuchar como caía agua en algún sitio pero se oía durísimo, cada vez más fuerte. Nos dijeron que empezaríamos a bajar por el lado derecho de la carretera y para sorpresa nuestra nos estaban llevando a un salto. Bajamos como en cinco minutos y el agua con su fuerza nos dejó sin palabras. Eso siempre me pasa cada vez que llego a donde cae agua. No puedo dejar de ver el poder tal que tiene el agua cuando precipita de un río. Habíamos llegado a la cascada Las Monjas. Yo supuse que la llamaron así porque hace alusión al hábito que utilizan las monjas y por ser dos cascadas, una arriba y otra abajo que sigue a la primera, llamaron en plural a esta caída: Las Monjas.


Las Monjas

El baño no tan caliente que me eché

 

   Estuvimos más o menos quince minutos y subimos hacia la carretera donde seguimos bajando en dirección al pueblo de Calderas. En eso empezamos a oír música a lo lejos. Era un barcito al mejor estilo de pueblito venezolano donde con los que habíamos ido decidieron tomarse unos “miches” –como llaman a cualquier especie de trago en Barinas-.

 

   En el barcito muchos empezaron a bailar bachata y merengue que sonaba durísimo. El bar hizo su agosto, muchos bebieron cervezas hasta que comenzamos a bajar de nuevo mientras planeaban el próximo viaje de este grupo que nos había abierto las puertas en este bello estado.

 

   Seguimos en dirección hacia Calderas. Ya habíamos bordeado con una ruta en especie de arco, el piedemonte andino. Más abajito y luego de rechazar una cola que nos estaban ofreciendo por querer terminar la travesía a pie, llegamos a otra quebrada que tenía unos pozos friísimos. Yo no me bañé esta vez. Ya lo había hecho en el pozo de las Monjas y me había costado. Muchos siguieron bajando pero algunos nos quedamos en el río. Fue lo mejor decidir quedarnos, uno de nuestro grupo había hecho un ponqué y lo sacó luego que los demás salieron del río. Ese bocadillo dulce fue un abreboca para las hamburguesas que venden en Barinitas hechas a la leña que Isis y Ariana tanto nos hablaron.



De la cola que nos perdimos

Un señor feliz con su burro

 

   Por un rato largo seguimos la única vía que llevaba al pueblo que nos recibió. Llegamos a eso de las cinco a la plaza donde habían dejado los carros y mientras los demás compraban café, Eduardo y yo decidimos entrar a la iglesia del pueblo, muy sencilla en su totalidad.


El mejor café que probé

                 


   Nos fuimos ya pasadas las seis y en el carro de Albania estábamos los mismos de las cinco y media de la mañana: César, Margarita, Nurquia, Albania y yo. Más abajo el grupo se detuvo en otro típico barcito que esta vez tenia patio de bolas criollas y mesas de billar. Allí siguió la bebedera. En particular a mi no me gusta mucho la cerveza, prefiero beberme un trago de ron o cocuy antes que pedirme una “birra”. Ya se estaba haciendo de noche y decidimos arrancar.


   Los “miches” hicieron efecto rápidamente en Nurquia y Albania que colocaban canciones de despecho que repetían y volvían a repetir mientras cantaban como si nadie las estuviese oyendo y felices porque un día más habían hecho lo que más les apasiona: recorrer todas las montañas y ríos de esa región barinense.

 

   Llegamos a Barinitas y fuimos a la hamburguesería más famosa del estado, donde mucha gente que vive en la capital de Barinas viaja hasta este pueblito solo a probarlas. Son buenísimas, tienen que probarlas cuando pasen por allá. Pregunten en el pueblo por las hamburguesas a la leña y todos sabrán decirles donde quedan.

 

   Muy de noche, a eso de las 10 y media llegamos a casa de Stephanie, donde nos esperaban para salir a hacer algo en Barinas. Luego de echar los cuentos de nuestra aventura por las montañas de Calderas, salimos César, Ayrton, Stephanie y yo a tomarnos algo por ahí. Eduardo se quedó porque quería descansar y tenía toda la razón, estábamos agotados.

 

   Llegamos a la casa luego de ir a un mini barcito en Barinas y tomamos vino de mora que Stephanie compró en Mérida. En un momento me quedé dormido y de allí solo me recuerdo que me fui a dormir para el siguiente día levantarnos e irnos de vuelta a Valencia.

 

   A las 5 y 45 de la mañana sonó el despertador que nadie oyó y a eso de las 7 de la mañana César nos levanta porque ya se había hecho tarde. Salimos con Stephanie que nos llevaría al terminal pero ella nos quiso llevar a desayunar unas de las mejores empanadas de Barinas que valen 15Bs pero son chiquitas. Con cuatro me llené. Las pedimos todas de guiso porque las demás ya se habían acabado. Con la barriga llena, Stephanie nos dejó en el terminal y nosotros agradecidos nos despedimos de ella.

 

   Apenas pisamos el terminal encontramos como irnos. Era un buscama, esta vez sí tuvimos suerte. Estaba limpio, tenía el aire bueno y nos cobró cuarenta bolívares menos que el otro que nos trajo accidentadamente.

 

   En medio del viaje que lo que hice fue dormir, el bus se detuvo en un restaurant en pleno llano. Hacía un calor sofocante mientras César, Eduardo que se compró una torta y yo, veíamos como mucha gente desesperada se tomaba sus platos de sopa y no dejaba restos de carne en sus muslos de pollo. Paso un rato y arrancamos vía Valencia donde terminaría así nuestra travesía por la linda Barinas.


Nuestra última parada antes de llegar a Valencia

 




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