Habíamos
llegado a Santa Marta, había sido nuestro último día en Cartagena. Nuestro plan
había sido llegar de día a nuestro destino, a esa ciudad que muchos extranjeros
que habíamos conocido en el transcurso del viaje, nos habían dicho que iba a
mostrarse insegura y no tan bonita como la gran ciudad amurallada del Caribe,
Cartagena.
Tomamos
un bus en el terminal de Cartagena, con nuestro afán de regatear (porque en
Colombia todo se regatea y nada tiene precio final de buenas a primeras). El
pasaje costó 25mil pesos, unos 8 dólares. Mientras pagábamos al señor que
buscaba los pasajeros para llenar el autobús, nosotros fuimos a comprar agua.
Abordamos y nos fuimos. El viaje fue perfecto para dormir y descansar, eran
pocas las horas de sueño que habíamos tenido. Veníamos de estar en Playa Blanca
dos noches en las que ambas fueron de fiesta.
A
mí me gusta muchísimo tomar buses, es la mejor manera de viajar y te doy varias
razones por las cuales considero esto:
- No manejas, puedes ver por tu ventanilla todo el paisaje y los lugares que el camino te va mostrando
- Ves detenidamente la actitud de las personas del lugar que estás visitando, oyes su acento, ves sus expresiones, cómo se visten.
- Puedes almorzar o comer algún snack a medida que el viaje sigue porque en algún momento en la carretera se montará alguien a ofrecer almuerzos como en el caso de Colombia que ofrecen arepa de huevo y refrescos o en Venezuela que muchas veces ofrecen cachapas con queso y nestea.
- Puedes dormir, tienes un asiento, muchas veces reclinable, para ti solo.
- Es un momento para oír música que normalmente no oigo y es que en la mayoría de buses que he usado, sobretodo en Venezuela, he tenido la oportunidad de hacer hasta una mini fiesta mental con toda la música que ponen: desde el famoso reggaetón hasta bachata, cumbia o vallenato
- Es la mejor oportunidad que puedes tener para conocer a alguien o hablar si necesitas hacerlo porque siempre saldrá un tema de conversación a la palestra pública del colectivo, que si el que conduce va muy rápido, que el colector quiere cobrar de más o simplemente la frase típica “qué calor hace”
Son
algunas de mis razones por las cuales viajo usando transporte público y me
gusta hacerlo. En nuestro caso, nos despertábamos entre el viaje cuando el bus
hacía paradas para dejar personas en el camino a Santa Marta. Hay una sola
carretera principal que conecta estas ciudades y siempre va bordeando la costa
junto las ciénagas verdísimas y enormes que caracterizan a la costa Caribe
colombiana. El bus alumbrado por dentro con luces azules y un aire
acondicionado muy frio, hizo una parada más extensa al llegar a Barranquilla y
nosotros aprovechamos para bajarnos y revisar cómo iban nuestras mochilas.
Mi
mochila es como mi hija, así lo veo yo, es mi tesoro más preciado durante un
viaje, allí va mi vida o casi toda. En un bolsito pequeño, tipo morral, coloco
todas mis pertenencias importantes como pasaporte, cédula, dinero en efectivo,
tarjetas, cámaras, baterías, cargadores y cosas vitales como el agua y alguna
que otra chuchería. Fuimos caminando hasta el maletero del autobús y las vimos.
Para mí es como dar un respiro. Es como si fuera un papá, dejo a mi hija con
una niñera mientras salgo de casa y cuando vuelvo veo que está bien, es así, es
como respirar de nuevo.
Las
vimos y aprovechamos de sacar un suéter, el frío dentro del bus no nos dejaba
dormir, yo me arropaba conmigo mismo abrazándome, Henry por otro lado estaba
temblando y ya no estaba funcionado más. Subimos luego de unos minutos que el
chofer llenara el bus con más pasajeros y arrancamos. Al momento que el bus
tomó camino, seguimos durmiendo. Nos despertamos cuando el chofer del bus
prendió todas las luces dentro y subió exageradamente el volumen de la música,
un vallenato bien sabroso pero que a esa hora aturdía. Eran las 12. ¡Era la
medianoche!. Las palabras del colector, quien acompaña al chofer y se encarga
de coordinar todo lo que se refiere a logística dentro del bus solo decían
“hasta acá llegamos, el terminal está cerrado”. Todo el mundo dentro del bus
hacía bulla. La gente no podía creer que el bus definitivamente no iba a llegar
al terminal. En cambio estaba dejándonos en una especie de suburbio de la
ciudad. Todo el mundo se bajó mientras el bus estaba orillado en plena vía hacia
un cúmulo de tierra. Hago tiempo y tardo en bajar mi mochila del maletero, aun
tratando de despertarme, meintras por otro lado , en mi mente pensaba que
íbamos a hacer en medio de ese suburbio con unos cuantos puesticos de perro
calientes, un hotelito que se veía al fondo y una estación de servicio que
parecía el lugar donde pasaríamos la noche.
Muchísimos
taxistas se abalanzaron sobre nosotros ofreciendo llevar a otro lugar. No
sabíamos nada de Santa Marta. Nos habíamos tomado muchísimo tiempo en investigar
sobre lugares como Cartagena, Isla Barú y el Tayrona que al final no nos sobró
para buscar sobre esta ciudad que se nos mostraba un poco rara en nuestra
llegada. Quedamos una pareja de colombianos que aun trataban de despertarse y
nosotros frente a la vía, como pensando qué haríamos. Yo le decía a Henry
“vámonos a la estación de servicio, está bien iluminada y seguro podremos pasar
el resto de la madrugada allí”. La pareja de colombianos que venían de Bogotá,
descubiertos por su acento, dijo “vamos a ver chicos allí hay un hotel, seguro
podríamos pasar la noche” fuimos a ver qué tal, el hotelito blanco con tres
pisos se mostraba simpático ante tanta desolación. Cruzamos la vía y caminamos
hasta el hotel. Se acercó a nosotros un señor y nos dijo que no había nada, que
ninguna habitación estaba disponible. Henry y yo enseguida le preguntamos si
tenía algún pasillo o algún lugar donde pudiéramos colocar nuestros sleepings y
salir muy temprano antes que se despertaran los huéspedes. El dijo que sí tenía
un lugar pero que le debíamos colaborar con algo. Aceptamos advirtiéndole que
no teníamos tanto dinero, que le daríamos lo que pudiéramos darle.
En
mi mente solo podía estar feliz. ¡Teníamos donde pasar la noche!. Subimos y
escogimos el lugar donde nos colocaríamos. ¡Podíamos hasta elegir! Yo estaba
muy feliz, donde pueda colocar mi sleeping para dormir y tener al lado mi
mochila, siempre voy a estar feliz. El lugar tenía wifi y una batea que nos
prestó el señor para que pudiéramos cepillarnos los dientes y lavarnos la cara.
Se nos hizo muy tarde mientras leíamos noticias y nos comunicábamos con nuestra
familia para decir que aun seguíamos vivos. No sé por qué siempre piensan que
viajando y de la manera como lo hago, puede pasarme lo peor. Por eso siempre vale
mucho ese mensaje de “estoy bien” o de “no tendré internet ni señal en cuatro
días”. Háganlo por el amor que le tienen a su familia.
Dormimos
como a las tres para levantarnos a las 5:30 am y salir vía a uno de los Parques
Nacionales más importantes de Colombia y de la costa Caribe, el Parque Nacional
Natural Tayrona, un lugar lleno de selva, animales exóticos, playas con rocas
inmensas y arena fina, donde cada pedacito de paraíso está conectado por
senderos entre la jungla.
Salimos
del hotel muy temprano y caminamos con nuestras hijas –las mochilas- en la
espalda durante veinte minutos hasta La Olímpica, un supermercado donde
compraríamos algunas frutas, pan, huevos, atún, jamón en tubitos y algo de
chucherías para los días que pasaríamos dentro del Parque Nacional. Hicimos un
mercado para dos a tres días, complementando con algunas que ya teníamos, por
algo menos de 30mil pesos colombianos, unos 9 dólares. En Colombia la comida es
muy económica, en especial si decides ir a un supermercado y comprar cosas para
comer: un pan de queso, atún y salsa que venden en sobrecitos para hacerte un
sándwich de atún, puede resolver cualquier comida.
Luego
de ir al súper, tomamos un bus hacia el mercado principal de Santa Marta, donde
hay un terminal chiquito donde se toman los buses que van hasta Palomino, una
playa que queda mucho después de la entrada al Parque Nacional Tayrona.
Llegamos al terminal, Henry por su parte, llegó después mientras taxistas le
ofrecían llevarnos hasta el parque y establecía por primera vez contacto con
una pareja de colombianos, Carlos y Cindy, que también viajarían al Tayrona.
Tomamos
el bus que nos llevaría hasta Zaíno, la última entrada al Parque Nacional, el
viaje desde el mercado hasta ese lugar toma aproximadamente 45 minutos. En el
camino se puede observar el cambio de la vegetación. El Parque es inmenso,
sigue del lado este de la ciudad de Santa Marta en la misma vía que lleva a
Riohacha, la capital del departamento de la Guajira, el departamento que hace
frontera con el estado Zulia en Venezuela.
En
Colombia, como en muchas partes de América, los primeros días de enero son días
libres, las universidades y colegios están de vacaciones y ciertos trabajadores
se reincorporan la segunda semana de ese mes. Gracias a eso, muchísima gente viaja
y elige como destino el parque nacional.
Para
entrar se debe cancelar el valor del ticket que es un brazalete que se debe
usar durante la estadía en el parque. Mientras estábamos en la cola una señora
se nos acerca y nos dice que la capacidad del parque estaba hasta su límite y
que los brazaletes que se vendieran ese día, servirían para entrar el día
siguiente porque ya ese mismo día era muy tarde y sería imposible. Eran las
nueve y media de la mañana y la fila era larguísima llena de extranjeros y colombianos.
Mientras hacíamos la fila empezamos a hablar con Cindy y Carlos, los
colombianos con los que Henry había entrado en contacto en el mercado de Santa
Marta. Ellos me recordaron muchísimo a los andinos venezolanos. Son personas
que se ríen mucho, son muy respetuosos y hablan con un acento bastante similar.
La
señora que antes se había acercado a decirnos que el parque estaba lleno llegó
de nuevo. Nos estaba ofreciendo ir a un lugar que ella conocía gracias a un
señor que tiene una hacienda y sabe el camino a una playa paradisíaca. Ella
sonaba un poco como “venga que nosotros vamos también, ese es un señor muy
amigo mío, no nos va a cobrar nada e iremos a una playa donde llega un río, es
muy bacano”. Nosotros ya nos estábamos animando, estuvimos pendiente siempre de
la señora para que no se nos fuera. Ya Cindy y Carlos también querían ir.
Ellos, al igual que nosotros, anhelaban ir a la playa, lanzarse en el agua y
disfrutar del sol. Lo que nos tocaría por ahora sería caminar bastante.
Logramos
comprar las entradas al parque y la señora que nos había hablado de la playa y
su buen amigo, se había ido. Su esposo le insistió en que debían volver a Santa
Marta y eso hizo. Lo que me alegró fue saber que nos había dejado el nombre de
la playa y nos había comentado que se encontraba a un kilómetro de la entrada
al Tayrona, donde estábamos. Lo que no sabíamos era que la playa a la que nos
dirigíamos era privada. ¡Privadaaaa!
La entrada al Parque Tayrona |
Caminamos
varios minutos con las mochilas en los hombros, cruzamos un puente amarillo sobre
un río hermosísimo que muestra a contundencia de la selva del parque, piedras
inmensas y el calor sofocante que caracteriza a estos parajes tan tropicales.
Seguimos caminando y los carros que iban vía Riohacha pasaban volando. Nos estábamos cansando muy
rápido. Entre el calor y las mochilas pesadas queríamos y rogábamos por
conseguir una cola. Empezamos a hacer dedo, nuestro sueño de ser autoestopistas
en Colombia se estaba dando. Pasaron cinco minutos y como tres autos. A lo
lejos venía un camión, de esos que atrás tienen bastante espacio. Cuando se
acercaba comenzó a frenar y los cuatro, Henry y yo ahora acompañados por
Cindy y Carlos, gritamos de la emoción y nos subimos rapidísimo. Ellos dos en
la parte de adelante con el señor que llevaba un sombrero campesino y Henry y
yo en la parte de atrás del camión. Henry se sentó de inmediato mientras yo
percibía un olor un poco desagradable. Estábamos en un camión que transportaba
gallinas, había heces por todos lados camuflada por pasto. Henry ya no podía hacer
nada, estaba cansado y casi acostado en el camión que iba rapidísimo. No le
importó mucho.
Nuestro camino |
Pasaron
como cinco minutos y el camión comenzó a detenerse, nos bajamos y no teníamos
idea de donde estábamos. A lo lejos vemos dos personas, un hombre y una mujer,
ambos con mochilas. Empezamos a conversar con ellos en medio de una curva casi
al centro de uno de los carriles. Recuerdo que si no hubiese sido por mi
advertencia de que podíamos morir, un autobús que pasó a toda velocidad nos
hubiese arrollado y yo no les estuviera echando el cuento. Los dos viajeros
eran austríacos pero hablaban perfectamente el inglés, nos dijeron que venían de
la playa Los Naranjos, de la que nos había hablado la señora en la fila para
los tickets. Nos comentaron que era una playa privada, ya estaba siendo
confirmado. Dos hoteles eran en parte “dueños” una playa colombiana. Esto me
causaba impresión porque en Venezuela no he tenido que estar en ninguna playa
pidiendo permiso a algún ente privado. En Venezuela los venezolanos somos
dueños, entre todos, de nuestro territorio, las playas, los parques nacionales
y las reservas naturales son de uso público.
Llegamos
a la entrada, un camino de tierra donde a lo lejos se veía un señor regando un
mango. ¡Sí! Estaba regando la tierra con una manguera y en la tierra había un
mango. Fue algo muy bizarro. Le preguntamos al señor como podíamos hacer para
llegar a la playa y nos dijo ““Wiwa”.
Wiwa, como nos enteramos luego, es una posada que queda a diez minutos del hotel, pegada a la carretera. Recargamos nuestras aguas con la que usaba el señor para regar el mango y seguimos.
Wiwa, como nos enteramos luego, es una posada que queda a diez minutos del hotel, pegada a la carretera. Recargamos nuestras aguas con la que usaba el señor para regar el mango y seguimos.
Nuestra palabra mágica: Wiwa |
Ya
en la puerta del hotel Barlovento, se encontraba un vigilante, nos venía venir
mientras avanzábamos para llegar finalmente al lugar de entrada, acortejado con
señales de peligro por la presencia de caimanes a orillas del río que desemboca
al lado del hotel, en los límites con el Tayrona. Fue una especie de doble
susto: saber que intentaríamos acampar en propiedad privada y el de saber que lo haríamos en una playa minada
de caimanes.
El
señor vigilante apenas pudo hablarnos dijo “acá no se puede acampar, está
prohibido”. Yo sin esperar un segundo dije “señor venimos de Wiwa, traemos las
mochilas porque estamos esperando que otros huéspedes desocupen el hotel”. Él
abrió la puerta que tenía los carteles que advertían del peligro de los
caimanes y nos dejó pasar.
Empezamos
a caminar y la frondosidad de esa costa caribeña se dejó ver ante nuestros
ojos. Un camino acortejado por cocoteros y árboles inmensos, un calor sofocante
y cuatro latinos felices, dos venezolanos y dos colombianos a punto de llegar y
ver el mar, ese mar que despierta sensibilidades, que se muestra hermoso, azul,
a veces sereno y a veces bravísimo e impetuoso. Sí, estábamos a punto de
impactarnos. Al atravesar el camino de tierra lleno de cocoteros y pasar
algunos “ecohabs” (habitaciones ecológicas costosísimas) llegamos y vimos el
mar Caribe, un azul insólito, su olor a sal y humedad característico y las
piedras inmensas que caracterizan a este pedacito de costa ubicado en Colombia.
Fue colirio para nuestros ojos |
Nos
adueñamos de un banquito al que le seguían unas escaleras directo al mar. Fue
nuestro hogar hasta que cayó la tarde. Subimos a las piedras, a nuestros
miradores naturales a ver el paisaje, a sonreír y tomar fotos para recordar al
paraíso al que habíamos al fin llegado.
Un pedacito de cielo |
Luego,
más tarde nos bañamos, hablamos y reímos con las locuras de Cindy, ella, muy
simpática hacía que cada cosa que dijera nos generara risa que solo calmaba
cuando dejábamos de respirar por largo rato. Caminamos la playa hacia el otro
extremo, donde desemboca el río y hay aun más carteles que indican la
existencia de caimanes en él. La playa es impresionante, recuerdo que sentí un
momento de paz que no había sentido durante todo el viaje, ver las olas venir y
devolverse, la bruma tocar el aire y las palmeras ir y venir a medida que el
viento cambiaba de dirección. Fue un momento de inspiración, de tranquilidad, de
armonía con lo que me rodeaba. Giraba en torno a sueños, me ubiqué en mi mapa
mental. Estaba donde quería estar porque me lo había propuesto y fue en ese
minuto que ya es historia que entendí la frase “el momento es ahora”, mi sueño,
mi momento, era en ese instante, lo estaba cumpliendo. Fue mágico.
El paraíso |
Los caimanes acechan |
Comimos
parchitas o como dicen en el resto de Latinoamérica, maracuyá. Les colocamos
leche condensada mientras veíamos el mar. Era el manjar, la gloria mejor dicho.
Entre risas y tranquilidad se fue pasando el día y a medida que llegaba la
noche nos tocó elegir el lugar donde acamparíamos en la playa privada. Yo sentía
un poco de nervios porque me imaginaba que a media noche iba a llegar un
guardia de seguridad y presentarnos a la policía por invasión a la propiedad de
una playa que debería ser para uso público.
Se
hizo de noche y nos fuimos a una especie de cueva que hacían las rocas detrás
de la playa. Esa cueva no era tan cerrada. Existía visibilidad desde uno de los
ecohabs hacia donde estábamos nosotros. Unos perros grises jugaron con nosotros
durante el día. Llegamos a suponer que eran del complejo hotelero. Ellos se
quedaron con nosotros, uno de ellos hasta usó mi toalla como cama y durmió un
ratico.
Carlos
y Cindy habían llevado su carpa para armarla y dormir dentro, según Carlos era
una carpa que un amigo le había prestado. Al sacarla e intentar armarla se dio
cuenta que estaban todas las varas rotas. No había opción, les tocaría dormir a
la intemperie. Henry y yo decidimos sacar la nuestra y dejar que Cindy la usara
pero algo nos distrajo e impidió que hiciéramos eso. Un concierto de puntos
blancos adornaba el cielo. Eran millones de estrellas, entre ellas cientos de
estrellas fugases y satélites a toda velocidad, llegamos a ver hasta la vía
láctea y distinguimos varias constelaciones. En ese momento sacamos los
sleepings y nos colocamos cómodos a ver ese espectáculo que todos deberíamos
ver antes de morir.
Mientras
veíamos el cielo una luz blanca alumbró el lugar donde nos encontrábamos los
cuatro acostados con todas nuestras pertenencias. No era ningún alienígena,
tampoco algún meteorito proveniente del espacio, era una luz de linterna muy
potente que venía de los ecohabs o mejor dicho, de los hoteles que personas con
mucho dinero pagan para vivir la fantasía tropical de sus sueños. La luz se
paseaba sobre nosotros mientras Henry salió corriendo para esconderse en una
piedra gritando “¡Corraaaan!” “¡Escóndanse!”. Lo único que pudimos hacer los
tres que quedamos acostados fue reírnos por muchísimo tiempo. No podíamos creer
que Henry de verdad había tenido la valentía de correr sabiendo que podían
pensar que éramos cualquier cosa excepto viajeros en una playa varados porque
no pudieron entrar al parque nacional ese día.
Reímos
mientras por alguna extraña razón yo me sentía fugitivo de alguna cárcel y
esperaba los tiros que nos daría la guardia del hotel. Fueron momentos tensos,
entre mucha risa, fueron tensos. Nos alumbraban a la cara mientras nos hacíamos
los dormidos. Volvía a recapacitar y digería lo que pasaba: ¡Estaba en una
playa privada! Ya teníamos la categoría de invasores.
Mientras
nos hacíamos los dormidos y esperábamos que bajaran nos quedamos dormidos. Fue
al día siguiente mientras amanecía que nos dimos cuenta que fueron nuestros
compañeros, ambos perros, que nos protegieron. Mi conclusión fue que los
guardias llegaron a pensar que éramos huéspedes disfrutando de una noche
playera en el Caribe. Fue así como vimos uno de los amaneceres más
impresionantes del viaje. El cielo se coloreaba de anaranjado mientras
recogíamos para empezar nuestra aventura hacia el Tayrona no sin antes pensar
en lo que tendríamos que pasar para salir del lugar donde nos encontrábamos.
Amanece en la playa privada |
A recoger ¡Nos vamos! |
Es
así como empieza una aventura, sin planificación, con buenas compañías y
personas buena vibra como nuestros dos compañeros de viaje, Cindy y Carlos, a
quienes hoy apreciamos muchísimo.
Y los mejores recuerdos quedan por la satisfacción de ser felices ahora, con lo que te rodea en este preciso momento, junto a los que están a tu lado. |
2 comentarios:
wiwa una palabra inolvidable,la palabra para entrar al paraiso y sin exagerar era lo que pensaba al ver el mar,en ese paisaje tan inolvidable,un lugar magico,mori de risa todooo el tiempo durante la noche desperte pensando que llegarian caimanes y mori de risa al verlos a los tres Carlos,Gustavo y Henry dormir sin complicacion alguna, jamas creo borrare de mi mente a henry huir!!! “Lo mejor de los viaje es lo de antes y lo de después” los apreciamos demasiado fue lo mejor encontarlos en el camino compartir y reir demasiado un abrazo y siempre la mejor energia desde Colombia!!
Te esperan puras cosas buenas, sigue así!!!
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